El Capitán Starfunkel abandonó la Tierra en un cohete hecho de papel y cinta adhesiva, iba en busca de un planeta alejado del sistema solar del que casi sin querer descubrió su existencia al escudriñar con su telescopio de cartón el cielo estrellado de una noche en la costa argentina. Los mensajes que nos conectan son su bitácora, escrita en papel de colores, arrojados al espacio en botellitas de refresco. Iremos tras sus pasos, ya que nosotros mismos siempre buscaremos ese lugar llamado Utopía.
Y LUEGO NADA
Treinta y tres no solo marcaba los años del paso del mesías por la tierra, era un número que aparecía en las cosas más extrañas. Treinta y tres eran los mineros, treinta y tres los últimos ejemplares de lemmings que se extinguieron en masa, treinta y tres las naves que llegaron del espacio. Un número tan repetitivo en cosas cotidianas como en las mayores catástrofes de la humanidad. Treinta y tres fallecidos en el incendio de la torre Turquey en Seattle, treinta y tres personas atrapadas y asfixiadas en el metro de Buenos Aires, treinta y tres desaparecidos en el desmoronamiento de una montaña en el Congo Bólgota, treinta y tres pueblos arrasados bajo el barro en la peor inundación de los últimos treinta y tres años. Treinta y tres un número cabalístico, en la pandemia de principio de siglo tres años usando tapabocas y tres años más de vacunaciones, tres y tres treinta y tres. Tres y tres los números sucesorios del bipartidismo en el gobierno mundial. Las naves llegaron de a seis en dos grupos de tres, tres y tres, otra vez. El número de la edad de Cristo no era solo eso, encerraba todo lo bueno y lo malo del universo. Treinta y dos planetas habían conquistado antes de llegar, nos opusimos. Treinta y tres las ojivas nucleares que lanzamos. Treinta y tres días de lluvia radioactiva, treinta y tres días sin rendirnos, treinta y tres días sin escape. Y luego nada.